Carta a mi puerta
En otoño, cuando comienza a calar el frío, es el momento en que extraño el calor de tus brazos, el vaho caliente de tus palabras tiernas cuando chocan en mi rostro.
Vas por mí a la escuela, aunque en la tarde no hace tanto frío, pero mientras vamos caminando, la temperatura va descendiendo lentamente junto a nuestros pasos.
Vamos atados mano a mano, tus dedos delgados se entrelazan con los míos. Me hablas cosas tan tiernas como sólo tú sabes. Conoces tan bien mis sentimientos que me estremeces con cada palabra. Sonrío incansablemente. Me haces eternamente feliz, en verdad soy muy afortunada al estar a tu lado.
Caminamos por la avenida soportando las miradas de la gente. A cada paso me haces ser más feliz, a cada esquina una frase que admira mí ser, siempre una sonrisa para ti.
Nuestros pasos son lentos, el tiempo marcha a nuestro lado, en verdad no nos importa llegar rápido a mí casa, pues disfrutamos mucho estar lejos de nuestras familias, preferimos estar apartados.
Me encanta besar tus delicado y delgados labios, que siempre brillan después de mis besos locos. Introduces tu larga lengua en mi boca, me encanta que se estremezca dentro de mí, y que luche contra mi pequeña lengua.
Y si nos detenemos por alguna causa, nos enfrentamos unos a uno, frente a frente, nos abrazamos y nos besamos tierna y locamente, mis manos siempre se refugian entre tus largos cabellos negros, en ocasiones acaricio tu espalda perfumada, y en ocasiones –y te pido disculpa- pellizco tu piel. Me imagino que llegabas a tu casa con la espalda completamente roja.
Es que quería que te fusionaras conmigo, por eso te estrujaba tan fuerte contra mi pecho, deberías estar dentro de mí, acogerte con mi caliente corazón, que vivieras dentro de mi sangre, para poder protegerte por completo, que nadie te haga daño, para que estés seguro, donde yo pueda tocarte, olerte y sentirte.
La magia no disminuía ni desaparecía de nuestras manos, parecía ser que creábamos más poder, sobrepasábamos los límites del amor, pues yo siempre estuve atenta a tus caricias y palabras, yo respondía de la misma manera, quizá no con la intensidad que te caracteriza, pero no dejaba que me amaras más, yo luchaba por amarte de la misma manera.
El viento sopla lento y mueve tu cabellera, me encanta como vuelan tras de ti, esos hermosos hilos negros que han crecido fuertes, pues tu cabellera es muy apreciada y le tratas con los mejores shampoo. Muchos envidian ese perfecto vuelo de tus oscuros fantasmas.
Me encanta y me enamora ver tu esquelética cara, tu nariz afilada, grande y hermosa a pesar de esa pequeña lesión que te provocaron. Tus afilados colmillos tan blancos, como un hermoso Coyote Hambriento, en ocasiones salen de tus labios sin provocarlos, eres tan hermoso y extraño, pues me hundo en tus interesantísimas ojeras, y no puedo salir, pues al intentar salir, me resbalo al tomarme de tus pómulos.
Y me gusta mucho tu barba de pachuco, tu rostro luce mucho más afilado, en la sombra parece el mismo diablo, y aunque muchos les das miedo, a mí desde el principio me diste esa imagen de persona solipsista e inteligente, quizá hasta de perverso lector de novelas aburridas.
Tan oscuro como las nueves de invierno, tan calmado como el letargo de mis sueños, siempre arrogante, erguido a perfección, tan limpio y hermoso, tu cara tan pálida como de muerto, es tan grandioso verte andar por la calle, así de servil.
Cuando vas a mí lado vas igual de arrogante, me llevas de la mano, siempre con el pecho arriba, cual diablo llevándose el alma de una mujer, me siento tan protegida que nada me afecta.
¿Sabes? Me encantaba recargarme en tu hombro, siempre que aspiraba, me llegaba hasta mi última partícula, el delicioso olor a lima, con que perfumabas tu piel y vestimenta. Aún hoy, cuando compro limas, te siento cerca de mí, volteo para arriba como queriendo encontrar tu mirada y esperar recibir un delicioso beso.
Es tan lindo que me tomes entre tus brazos, me pierdo en la inmensidad de tu egoísmo, en la grandeza de tu corazón, en la sencillez humana que te caracteriza cuando tienes amigos, no soy cosa alguna cuando estoy a tu lado.
Tu aliento siempre me da calor, me gusta saborear tu saliva sabor a cereza, me encanta imaginarte mascar el tabaco con sabor a cereza.
Llevas mi bolso en cualquiera de tus manos, la que nos esté ocupada con mí mano, camino libre, pues me proteges, no me asustan las cosas banales, eso me lo enseñaste tú, también a enfrentar mis tormentos mentales.
Amo tu caballerosidad, la forma de saludar a quien te merece respeto, posees tantas palabras deliciosas, que cuando hablas, es un verdadero deleite poder escucharte.
Recuerdo cuando dejaste para mí tu sudadera roja, esa noche que estaba helando, te la quitaste para mí, me la pusiste para que me calentara. Me impregné de tu dulce aroma, toda la noche estuve pensando en ti. De hecho varias noches, hasta que se me ocurrió lavarla y perdió el delicado aroma de tu piel. Temblabas de frío, pero insistías en que yo portará tu sudadera, ¡qué lindo fue!
Me encantaba que te fueras tarde de mi casa, pero luego me preocupaba bastante, ya que en una ocasión te golpearon, pero siempre as sido terco y no te da miedo enfrentarte a las personas, aun recuerdo el día de la tormenta, que esperabas que se calmara, mas nunca ceso, y te fuiste a las 2 de la mañana. Te enfermaste, tuve que ir a tu casa a cuidarte. Tu alcoba me llenaba de misterio, tenías muchos escritos pegados en las paredes, incluso imágenes, las cortinas rojas y la puerta negra, no tenías base en tu cama, solo el colchón en el piso, un banco pequeño donde me senté, un buró con dos velas, era tétrico pero genial.
Dos aspirinas y un vaso con agua. Eso fue lo que te dí aquel día. Te unté vaporub en el pecho y en la espalda, te cobijé y te dí un besito. Eso fue todo, tuve que irme a casa y jamás volví a verte.
Por eso te dejo esta carta en casa de tus padres, para que ellos te la dieran y que sepas que aún te amo.
-Octubre de 2010-
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